Te observaba, me tome un minuto para estudiar tus detalles, tu figura a lo lejos, sentado al otro lado del bar, mirando los alrededores, buscando una buena presa para la noche, sosteniendo en tu mano derecha una copa de algo, engalanado en negro, impecable, perfecto, casual pero resaltando esa gracia y elegancia que al principio llamó mi atención.
Si, también me atrajo tu cabellera, espesamente castaña y larga, brillante, de inmediato me hizo imaginar la más suave de las telas, dime ¿tus cabellos son así de suaves? Y por la oscuridad no pude ver más allá.
Me acerqué lentamente, no tenía intención de espantarte, volteaste de inmediato al sentir mi cercanía e hiciste algo que no esperaba, sonreíste confiado ¿acaso ya me esperabas? Dejaste tu copa sobre la barra y me tocaste el brazo, con sólo un toque sentí el frío de tus dedos y calentaste mi sangre, un calor que surgió en mis entrañas y subió hasta mi rostro ¿acaso lo notaste? Charlamos el tiempo requerido por la etiqueta de la sociedad y después de cumplir con los rituales establecidos pudimos seguir con nuestros propios rituales, saliendo de ese bar proclamamos cada quien nuestro territorio y bajo una tregua decidimos compartirlo.
Más tarde, estábamos en un lugar neutral, ni tuyo ni mío, pero si muy nuestro, en donde me hiciste y deshiciste a placer, me obligaste a rendirme en tus manos, a tu lengua, a tu hombría, me llenaste de dulzura, de energía, de pasión, de gritos, de espasmos y unos cuantos recuerdos amargos. Me hechizaste, me llamabas y yo respondía, exigías tu nombre en mis labios y sin saberlo obtenías mi ser en un sonido, en un gemido.
Y como todo evento inesperado, de la nada, sellaste con un beso tu conquista, observaste a la presa, reíste confiado. Antes del amanecer habías desaparecido, y la verdad, no fue importante tu ausencia en la cama, pues después de unas horas como las que tuvimos, me basta con decirte que me quede sin ganas de conocerte, fue suficiente con lo vivido.
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